MARÍA

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Era Noviembre cuando el padre de María le decía que “de noche sólo salían los lobos” como excusa para que su hija adolescente no saliese con su pandilla en el pueblo y se quedase al brasero, jugando a las cartas con sus hermanas pequeñas. 

Cuidando de ellas, haciendo de todo…menos amamantándolas. Y es que hay acciones insustituibles. Presencias irremplazables. Algo que nunca pudieron suplir ni con todo su empeño. 

Su madre había muerto cuando María tenía 4 años así que tuvo que crecer a una velocidad que desafiaba las leyes de la ciencia. Su propia biología cambió por ese hecho. 

Cuando María dejó de ser niña se puso a llorar al ver el sangrado. Nadie le había hablado de aquello y pensaba que se moría allí mismo, junto al pesebre de las vacas que ordeñaba nada más despuntar el alba. Un alba y otro, de todos los días que recuerda en su vida. 

Algunos prefiere no recordarlos. Como aquel en el que murió su hijo sin haber llegado a nacer. Su marido no lo entendía pero era su hijo…  y cualquiera que haya albergado a un ser dentro de su propio cuerpo lo sabe. Aunque nunca lo pudo ver con vida. Lo sintió durante meses y un día dejó de moverse en su cuerpo. Y ese día, dejó de girar su mundo aunque ella no pudo permitirse la licencia de parar con él.  

Simultaneó su luto con plantar la cebada.  Con coser la ropa harapienta de sus hermanos que llegaban del campo con ella, pero se quedaban a descansar cuando para María comenzaba esa segunda jornada en la que debía preparar la comida del día siguiente, atender sus labores -que nunca fueron suyas- y limpiar su casa y la de su padre. 

Compaginó las noches de luto con  los paseos al río con la jarra en lo alto de la cabeza con las tardes en el lavadero donde oía a sus vecinas hablar como si estuvieran arrodilladas a su vera mientras ella estaba fuera, como escuchándolas desde otro planeta y el olor a jabón lagarto se le metía por dentro y ocupaba un espacio que siempre estaría huérfano. 

Y nunca pudo permitirse el lujo de parar, porque su otra hija la necesitaba. Porque su padre, desde la cama gritaba para que le llevase la medicación, porque su marido la reclamaba para que gestionase las facturas y el agobio que suponían. Porque ella cargaba con ese peso invisible de los temores de otros. 

Ella tiene en su lápida sólo un nombre. 

Como todas las demás, pero yo sé su historia y la de muchas otras que son la misma.

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