Cuando los mensajes no llegaban a tu Smartphone.

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Me cuesta reconocerlo, por lo que supone, pero… Mis mejores conversaciones no fueron a través de una pantalla.

En aquel entonces necesitaba algo más que 140 caracteres para expresar lo que sentía. La sangre me salía a borbotones y la vida no me alcanzaba, se me hacía insuficiente.

Lo quería todo y lo quería ya.

Escribía una carta. Una sola.

Pensaba en una persona. Una sola. No había mil ventanas abiertas con varias conversaciones cada una.

Me sentaba, empuñaba el lápiz -escribía en lápiz porque la tinta me parecía ‘demasiada responsabilidad’ era imborrable y permanecería siempre y yo en aquel entonces era una veleta-. Amaba con la misma intensidad con la que podía odiar al día siguiente aunque si lo pienso, hoy… nada de lo que dije cambió ni se movió de su lugar. Ni una coma, ni una letra, lo que dije fue, tal y como dije que sería.

En esos años la realidad era lo que parecía. Sin filtro Valencia.

Recuerdo lo que era ir al estanco a comprar sellos, el inicio de aquel proceso que suponía entregar un mensaje. El germen, la idea… Pero sobre todo recuerdo la espera.

La sensación de abrir el buzón y buscar entre la propaganda el sobre blanco manuscrito y no encontrarlo, mirar en las esquinas del buzón buscando la posibilidad de que una nueva dimensión lo estuviera ocultando.

Y recuerdo lo que era tener carta. Levantarte y decir: HOY SÍ.

Abrir el buzón y que estuviera esperándote. Sellada y enigmática, anunciando sensaciones que descubrías línea a línea.

Cartas largas, que cambiaban por párrafos el rumbo de las cosas. Telegramas que solo decían. ’ Te estoy echando de menos. Vuelve. Pronto’

Incluso recibí cartas pasadas. Cartas que narraban un momento que ya había acontecido. ´Ey, ha sido genial estar contigo hoy en ese banco´ Así empezaba esa carta que me esperaba en el felpudo de casa minutos después de haber tenido una conversación de esas que te cambian los esquemas, que te remueven por dentro y hacen que tu mundos e tambaleé.

Recuerdo un día en la estación esperando con un café y leyendo un libro de Cela. Apareciste. Te habías escapado de clase … por eso, la noche antes no dejabas de preguntar ´¿A qué hora sales?´

Me firmaste en la 1a página. Ponías:

¨Siempre querré estar contigo y eso… Nunca cambiará¨.

Cambió, vaya si cambió… pero en ese momento era eterno. Hay conversaciones, frases o palabras que no pueden eliminarse.

Como no había “doble check” Adrián nunca supo que no me di cuenta de que había una página escrita entrando en Madrid. La había firmado mientras estaba comprando el billete y me pasé todo el maldito camino pensando si él me pensaría de la manera en la que yo le pesaba a él.

En la caligrafía se dejaba ver su estado de ánimo. La tinta verde decía que había salido corriendo de la clase. Había una mancha minúscula de cafe en la esquina inferior de la página y yo sabía como había llegado hasta allí, llegó por una salpicadura mientras derramaste parte de la taza mientras escenificabas una anécdota de forma grandilocuente para mí. Me hacías reír, me hacías feliz.

Hace una semana, mi teléfono estaba en la barra del bar donde tantas veces nos habíamos confesado los pecados más pecaminosos que podría haber en noches heladas en las que nos veíamos a hurtadillas.

Mi teléfono vibró y la luz iluminó el cubata de ron cola que reposaba a su lado.

Quedamos donde siempre. Siempre quiero estar contigo y eso… Nunca ha cambiado.

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